Al cumplir sus primeros catorce años, díjole su madre:
—Tendremos que encerrarte mientras haya luna llena, m'hija. Lo entenderás con los años, a todas nos sucede lo mismo una vez al mes.
Lupe se quedó sin comprender, pero igual aceptó que la encerraran en aquella jaula con olor a furia. Esa noche fue la primera vez que pudo ver la luna llena con sus vesánicos ojos amarillos. Vio cómo su piel se hinchaba y sintió cómo su sangre empezaba a hervir. Sus dientes se convirtieron en verdaderas armas, sus uñas de niña experimentaron una extraña mutación a garras de mujer.
Ella podía escuchar a la luna susurrarle obscenidades al oído. Para no escuchar aquellas barbaridades, empezaba ella a entonar un cántico simple.
—Auuuuuuuu...
Estaba dicho. Cada mes tendría que ser lo mismo. Por siempre y hasta siempre. “Está lunada”, dirían los hombres que la escucharan cantar, y habría horror en el vecindario. Correrían las madres presurosas a esconder a sus hijos quinceañeros, Lupe había empezado su transformación.
Al cumplir sus segundos catorce años, díjole su madre nuevamente:
—Es hora de que sigas tu camino. Sal a cazar.
—Pero, mamá, hay luna llena....
—De eso se trata, mija. Ya estás en edad. Sal a cazar.
Lupe salió, entonces, con sus garras de mujer y su sangre hirviente, con sus ojos amarillos llenos de locura. Y lo encontró. Era igual a ella. Y en sus soledades lunáticas aulláronle a la luna, destrozaron gente y olvidaron lo sucedido cada mañana.
Formó una camada. Cuando su primera hija cumplió sus primeros catorce años, díjole:
—Tendremos que encerrarte...
La maldición de ser mujer y lobo se repetiría hasta siempre.
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