
Entré. Allí estaba ella, sentada, haciedo lo suyo. Por un segundo cruzamos nuestras miradas, tiempo suficiente para que ella adivinara cuáles eran mis intenciones.
—Léame la fortuna —le pedí.
—Setecientos cincuenta y nueve euros —respondió.
—Gracias —le dije, y salí del banco.
—Léame la fortuna —le pedí.
—Setecientos cincuenta y nueve euros —respondió.
—Gracias —le dije, y salí del banco.
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