martes, 16 de diciembre de 2008

Deuda.


Esto no es cierto. Lo vi un día pasar delante mío. Era él. ¿Cómo no reconocer esas manos, ese rostro? En mi cuello están sus huellas, indelebles, insufribles, indiscutibles. Como es de esperar, le empecé a seguir, como quien sigue a un amor infiel. A escondidas, casi eufórica, furiosa, lista para salir huyendo. La última vez no pude escapar, sucumbí. Esa es la razón de lo que soy.

El caso es que empecé a andar cada uno de sus pasos, a oler cada uno de sus perfumes, a acariciar cada una de sus articulaciones. Pero no, él no lo notó, o a lo mejor no quiso notarlo. Le vi mirarse las manos, lavárselas, refregárselas, llorando, gritando, rabioso, oculto. Sentí una mezcla entre compasión y frustración. No, no me lo puedo permitir. Él me tiene que sentir.

No sé cuántos días viví de él sin que se diera cuenta. No sé cuántos días dormí en su lecho y le susurré que se durmiera. Bebí de sus manantiales y comí de su energía. Él nunca me vio. Pero sé que, en sueños, repetía su historia conmigo. Lo sé porque le escuché quejarse, preguntar las mismas cosas una y otra vez. Le vi revivir lo pasado en su inconsciente. Traté de volverle loco, intenté dañar cada parte de su ser. Creo que nunca comprenderá lo de los libros voladores. Ni lo de las risitas invisibles.

Por eso cuando él decidió lanzarse del último piso del edificio no me inmuté. Es más, dejé que me viera durante su viaje final. Ahí sí que me vio. Me las vas a pagar maldito. Eso te pasa por quitarme mi esencia, por borrarme, por eliminarme. Desde este lado de mi existencia, te juré que me la ibas a pagar, y acá estoy. Cayendo contigo al vacío, mientras esta eterninad momentánea de tu descenso te llena de arrepentimiento. Por mí, por ti, por lo que no pudo ser, por lo que fue. Se viene el final, tu final. El que yo te provoqué, como el que tú me provocaste a mí. ¿Me ves? ¿Ahora sí? Pues que te aproveche. Pavimento.

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