El lugar estaba ya cercado. El cuerpo policial había iniciado la recopilación de pruebas, el crimen perfecto no existe aunque, a veces, así lo parezca.
Eran las dos de la madrugada cuando el inspector Leines recibió una llamada en el móvil.
―No, no estoy durmiendo. Voy enseguida ―fue lo que nadie le oyó decir, pues luego de muchas relaciones extrañas y dos divorcios habían hecho que tomase la determinación de no implicarse nunca más con persona alguna.
Se levantó de la cama y, al estirarse, no reconoció ese pequeño dolor en los brazos y en los hombros. Pensó que quizá ya estaba viejo para estos trotes, pero eliminó ese pensamiento rápidamente, pues no había pasado mucho tiempo desde la celebración de su cumpleaños número cincuenta. Se enjuagó la cara, como para hacer que el sueño y el cansancio se escurrieran con el agua, se observó en el espejo y analizó cada arruga, cada cicatriz que el tiempo y su trabajo como jefe de la policía criminal le habían dejado. Se vistió lentamente, mientras trataba de convencerse una vez más el porqué de haber elegido esa profesión. “Lo excitante, los juegos psicológicos y la interacción con lo invisible... hasta que deja de serlo”, se repetía cada vez que encontraban algún cuerpo victimado por otro, una amenaza latente, una huella, un indicio de algo que no poseía aún respuesta. Edvard Leines se sentía como poseedor de todo y de nada, vidas que dependían de él, de sus interrogantes y de su habilidad para solucionar, hasta ahora, la mayor parte de los casos que se le presentaban. Estaba conforme con su equipo, pero le gustaba más trabajar solo, sin que nadie cuestionara su comportamiento o su forma de proceder.
El delito, una mujer, de aproximadamente cuarenta años, había sido asesinada. No había sido violada y tampoco le habían robado cosa alguna. Un hombre que caminaba con su perro la encontró a un lado de la carretera, cubriendo la nieve con su sangre y la mirada muerta de quien no alcanzó a reaccionar a tiempo. El arma, objeto punzo-cortante, introducido limpiamente en el lugar del corazón. Al hacer la autopsia, encontraron pétalos de rosa en la herida.
―¿Otra vez pétalos?
―Sí, novena víctima del asesino de los pétalos. Ya va siendo hora de que atrapemos a ese cabrón ―era lo que respondía Leines repetidamente a sus colegas. Ya estaba cansado del mismo tema, de las mismas preguntas.
El asesino de los pétalos, como habían bautizado a este misterioso personaje, parecía no tener un patrón determinado en cuanto a la selección de sus víctimas. Parecían escogidas al azar, sin importar edad, ni sexo, ni posición social. Sus víctimas anteriores incluían una muchacha de catorce años, un hombre de sesenta y siete... y así por el estilo. Lo único que podían tener ellos en común era la cuchillada en el corazón y los rojos pétalos en el corte.
Empezaron con la rutina básica. Averiguar el nombre de la mujer, ocupación, domicilio, contactar con sus parientes, amigos y compañeros de trabajo, las últimas llamadas hechas y recibidas en el móvil, las actividades que había realizado los días previos. Nada. Tonje Røstad no era una mujer modelo, pero era amable con sus vecinos y con sus colegas, vivía sola, era ordenada y pulcra. Realmente era difícil pensar en un motivo para ser asesinada de esa manera.
Pero esta vez había un detalle diferente. Había un testigo. Helge Nordnes estaba seguro de lo que había visto. Y lo contó tal y como lo presenció a Kari Anne Jørgensen, la encargada de recopilar información. Descripción de un hombre, de un coche, matrícula, la forma en que él, ciclista por afición sintió la adrenalina de no creer lo que sus ojos observaban, pero que su entendimiento transformaba en la prisa por notificar a las autoridades pertinentes.
Era muy simple, muy sencillo, para ser verdad. ¿Tenían ya todos los datos y al asesino de los pétalos identificado? Luego de tres años de exhaustiva investigación, parecía que el homicida se les presentaba en frente, por puro descuido.
El escuadrón policial estaba listo para aprehender al criminal. Cuando ingresaron a la casa, les agredió un empalagoso aroma a rosas. Y ahí estaba él, esperándoles, insanamente tranquilo.
―Este mundo está totalmente podrido. La gente no tiene corazón y yo quise poner algo hermoso y delicado en cada pecho. ¿No se dan cuenta?
Edvard Leines se sentía como poseedor de todo y de nada, al mismo tiempo que lo conducían esposado a la estación en la que él, tantas veces se había perseguido a sí mismo. Se cerraba el círculo.